Sucedió en Sevilla allá por el siglo
XIV. Los judíos sevillanos, tras la persecución de que fueron objeto, habían
obtenido la protección de la Autoridad Real, y vivían con ciertas garantías,
pero no por ello se sentían del todo seguros, y soportaban innumerables
vejaciones. Esto despertó en algunos de ellos un rencor que pronto había de convertirse
en afán de venganza.
Así fue, que un judío muy importante
llamado Diego Susón ideó un plan que habría de sembrar el terror en Sevilla, y organizar un general un
levantamiento de judíos en todo el reino. Así comenzaron en casa de Diego Susón
reuniones secretas para estudiar el plan que los llevaría a la gran rebelión
judía de España.
Diego Susón tenía una hija, con una hermosura extraordinaria, era
conocida en toda Sevilla como “la fermosa fembra”. Gracias a aquella admiración
que la gente expresaba hacia ella, se volvió engreída, haciéndose también
ilusiones de alcanzar un alto puesto en la vida social. Con ese cometido, a
espaldas de su padre, se dejaba cortejar por un mozo caballero cristiano, uno
de los más ilustres linajes de Sevilla.
La bella Susona se veía a escondidas con el caballero, y pronto se
volvieron amantes. Un día, cuando Susona esperaba a su amante, escuchó en
aquellas reuniones de su padre la conspiración planeada para dar muerte a gente
importante de Sevilla entre los cuales se encontraba su amado. Cuando todos se
marcharon y su padre se acostó, la bella judía abandonó la casa, se dirigió a
casa de su amante y entre sollozos le contó todo lo que había oído. En pocas
horas apresaron a todos los conspiradores, pasados unos días, todos ellos
fueron condenados a muerte y ejecutados en la
horca. El mismo día que ahorcaron a su padre, la fermosa fembra
sintió remordimiento, pues no la había sido inspirada por la justicia, sino
solamente para librar a su amante y poder continuar con él su vida de pecado.
Atormentada por la culpa, acudió
Susona a la Catedral donde fue aconsejada de hacer penitencia en un convento,
allí permaneció varios años, hasta que sintiendo tranquilo su espíritu volvió a
su casa donde finalmente murió.
En su testamento encontraron una
cláusula que decía:
“Y para que sirva de ejemplo a las jóvenes y en testimonio de mi desdicha, mando que cuando haya muerto, separen mi cabeza de mi cuerpo, y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí para siempre jamás.”
Se cumplió el mandato testamentario, y la cabeza de Susona fue exhibida
en la puerta de su casa, que era la primera de la calle. El horrible despojo
secado por el sol, y convertido en calavera, permaneció allí por lo menos desde
finales del siglo XV hasta mediados del XVII. Por esta razón se llamó calle de
la Muerte, cuyo nombre en el siglo XIX se cambió por el de calle Susona.